Por Gustavo Díaz

Dos imágenes se me cruzan. En una lo veo a Fernando ensangrentado levantando una mano, pidiendo clemencia antes de morir brutalmente golpeado. Por otro lado, veo y escucho a Máximo Thomsen llorando y pidiendo perdón. Un pedido de perdón que no se sintió así. Los ocho rugbiers no solo mataron a Fernando, asesinaron a la familia de él y a las suyas también.
“Ojalá hubiese podido recibir yo las patadas que le daban a mi hijo”, dijo la mamá de Fernando en lo que fueron sus últimas palabras durante el juicio. Esa mujer ya no puede acariciar el rostro de su hijo, ya no volverá a sonreír al bailar con él, no podrá volver a abrazarlo nunca más. La mataron también a ella y a su marido. Le apagaron la luz de su vida.

Este jueves 26 de enero, la angustia y la bronca nuevamente inundó los hogares argentinos. Fue difícil para todos, y me incluyo, escuchar a estos chicos pedir perdón, casi como robots repitiendo lo mismo, sin tener siquiera el valor de girarse y decirlo mirando a la familia de Fernando. No. Tomaron el micrófono, dijeron que estaban arrepentidos, pidieron perdón. Pero fue un perdón que muchos ya no creen. Y también me incluyo.
La sentencia se conocerá el 6 de febrero. Hasta entonces será bueno volver a conversar sobre lo sucedido con nuestros hijos. Que puedan reflexionar desde la libertad de sus conciencias acerca de estos hechos que conmocionan.

A Fernando Báez Sosa le arrebataron la vida en un minuto. O lo escribo de otra forma; les bastó solo un minuto para quitarle todos sus sueños y sus ganas de vivir.
Irónicamente, el abogado de estos ochos rugbiers pidió la absolución de todos porque sus defendidos no habrían planificaron el asesinato. Y ahí me vuelven las imágenes de Fernando, tirado en el piso, siendo molido a patadas, implorando que dejen de pegarle. Esas fueron sus ultimas palabras.
Segundos después moría
Morían con él sus padres
Morían con él sus sueños
Las disculpan no alcanzan.
Por Gustavo Díaz
Dir. Periodístico Postdata